miércoles, 8 de junio de 2016

De D´Jamena a Bebedjiá.

El avión de las líneas aéreas marroquíes aterriza a las 4 y media de la madrugada. Se adivina el crepúsculo, aunque aún es de noche cuando bajamos por la escalerilla y, malamente, hemos podido dormir en las cuatro horas de vuelo desde Casablanca. Cuando salimos del aeropuerto con las maletas, ya ha amanecido. Nos espera una camioneta gris con el logotipo del hospital de St. Joseph grabado en la puerta, que nos traslada a una casa de acogida Una hora de siesta, una ducha, un desayuno bastante raquítico a base de pan y miel y café con leche en polvo, un trámite administrativo más.

De D´Jamena a Bebedjá hay unos 500 Km. No recuerdo curvas en todo el viaje. Solo baches. Una recta infinita de doble dirección, sin una sola línea pintada, flanqueada por chozas de ladrillo con tejados de paja y con el piso salpicado de socavones. Imposible echar media cabezada con esta sucesión de acelerones, frenazos, y volantazos para esquivar al que adelanta o rebasar a todos los vehículos que viajan delante de nosotros. Algunos niños echan paladas de tierra para cubrir los baches, y ponen la mano cuando los coches aminoran al pasar por su lado. Es una forma espontánea de servicio de mantenimiento del firme.

Al principio el paisaje es seco. Los árboles separados dejan ver una polvorienta tierra ocre. Hay que esquivar, también, algún camello que cruza sin mirar, o vaca, o cabra.

Cada pocos kilómetros hay un control que no se sabe si es militar o de la policía. A veces es una barrera, pero suelen ser unos conos atravesados a mitad de camino. Los tipos que los vigilan llevan gafas de sol y visten guerreras caqui de camuflaje, sin cinturón ni armas. Suelen estar tumbados o sentados a la sombra de la caseta y se levantan para mover el cono y dejarte pasar. Algunas de esas barreras son peajes, y los tipos se acercan a la ventanilla. El chófer enseña un papel fotocopiado que lleva sobre el salpicadero y nos dejan seguir. Metros antes de los controles, algunas mujeres, sentadas al borde de la carretera, esperan vender los mangos que tienen apilados dentro de unas fuentes grandes de latón.

Voy apuntando los nombres de los pueblos por los que pasamos: Guelendein, Molkou, Bongor, Daba, Tougoude, Quelo… Es difícil saber cuándo hay un pueblo, porque no deja de haber casas en ningún momento. Toda la carretera es una fila de personas que caminan por las cunetas llevando cosas. Todo el mundo transporta algo: en la cabeza, en las manos. Circulan bicicletas que transportan hatillos de leña atados atrás y motos que llevan una cabra atada sobre el depósito, detrás del manillar, y una ranchera lleva una vaca subida en la bandeja. De vez en cuándo, circula algún carro tirado por bueyes. A los lados, chozas, y personas haciendo cosas: una mujer cose a máquina, más allá, lavan ropa. Como las casitas de los belenes. Entre dos casas, una yunta de bueyes abre surcos en el suelo arrastrando un arado, guiado por un enjambre de muchachos y niños vestidos de colores. Cuando las casas se juntan más, y los peatones superan a las motos, intuyes que estás en una población.

A la mitad del viaje comienza una lluvia torrencial y, cuando más llueve, se pincha una rueda de atrás. Nouatjingar tarda en cambiarla menos de diez minutos. Luego, paramos en Bongor a reparar el pinchazo. Es el siguiente pueblo –no me atrevo a llamarlos ciudades a ninguno– y el lunes es el día de mercado. Aprovechamos la pausa para comer. El restaurante es un puesto lleno de mugre en el que asan pescado y pollo sobre unas parrillas hechas de retales de bidón. Pedimos pollo para los cuatro. Nos lo trocean con las manos y nos lo sirven en una escudilla grande de metal, que parece una palangana. Lo aderezan con una cebolla cruda cortada en pedazos grandes, y un polvo amarillento que definen como salsa de pimienta, en el que embadurnamos los trozos de carne que vamos llevando a la boca con los dedos, sentados en una mesa dentro del cobertizo, al resguardo de la lluvia.

–Si ellos no enferman, es porque lo mezclan todo. Ese es el truco. Hay que comerlo así. Hay que hacer lo que hacen ellos.

Anita habla a veces como si dictara sentencias. Supongo que es parte del carácter de Calabira
Calabria.

A un par de metros de nuestra mesa, un niño de uno 10 años escalda un pollo para desplumarlo, sumergiéndolo en una lata con agua hirviendo. Lo hace con habilidad y como si fuera un juego. A su lado, otros dos animales, atados entre sí por sus patas, esperan en el suelo la suerte del de la lata y del que nos estamos trajinando nosotros, tan resignados que, de puro quieto parecen muertos. Es un negocio familiar de pollos asados. Lo que no cabe duda es que son pollos de corral.

A la una de la tarde seguimos viaje. Aún nos quedan cuatro horas para llegar a Bebedjá. El paisaje cambia. Se vuelve algo ondulado el terreno, verde el suelo, como las dehesas de Extremadura en primavera, y aumenta la densidad de áeboles. La calzada mejora y la ausencia de baches y el estómagos llenos, nos permiten echar una ligera siesta que nos ayude a recuperar la falta de sueño.


He cruzado una parte de Chad en coche en el día de hoy y he visto todos los rostros, todos los paisajes, de la exposición de pintura que hicimos en diciembre con EnganCHADos. La chica del vestido que parece que se va a volver a mirarnos, el muchacho que pastorea la manda de vacas, el tipo de la moto cromada, los bueyes arando, la mujer de la mano en el rostro, los niños. 

África es como me la habían pintado, pero es mejor al natural.

En Bebedjá, la noche del 6 de junio de 2016.

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