miércoles, 18 de noviembre de 2015

Donatello y Brunelleschi


Corría el año 1410. Era una lluviosa mañana de noviembre. Donato di Niccolò di Betto Bardi (más conocido como Donatello) había salido a pasear después de haber estado encerrado durante meses en su estudio. Había finalizado una talla de madera de un Crucificado que le habían encargado. Se sentía orgulloso.

En la plaza del Mercado Viejo, actual Plaza de la Republica, se encontró con su amigo y rival, Filippo Brunelleschi.

–Hola Donato. Hace tiempo que no te veo. ¿En qué andas ocupado?

-Hola Filippo. ¡Qué bien que te encuentro! Tienes que acompañarme a mi estudio. Quiero que veas una talla que acabo de terminar. Es un Cristo crucificado que me han encargado los franciscanos para la iglesia de la Santa Croce.

Caminaron juntos hasta el taller. La lluvia había cesado. Una vez dentro, Donatello descorrió los cortinones para dejar entrar la luz y se dirigió a la talla que estaba situada en el centro de la estancia, cubierta con una sábana.

La retiró sin apartar la vista de la cara de su amigo, mostrándole una escultura que representaba la agonía de un hombre, con los ojos entrecerrados, la boca abierta y el cuerpo caído, vencido por el peso el dolor.

Brunelleschi sonrió.
–Me parece un campesino...

–¿Te ríes? Dime qué te parece. Te ruego, por nuestra amistad, que seas sincero.

Bruneleschi le miró en silencio sin contener la sonrisa.


–Me parece un campesino. ¡Vas a colgar un campesino en la Santa Croce!- Y no pudo reprimir una carcajada.

–Si fuera tan fácil hacer como criticar, mi Cristo te parecería un Cristo y no un campesino. ¡Si crees que puedes hacerlo mejor, coge un madero y haz tú una talla así! –respondió enojado y contrariado Donatello.

Fillippo se giró y salió del taller, dejando allí a Donatello disgustado al pie de la cruz.






Pasaron unos meses en los que ambos amigos evitaron encontrarse. La vida bullía en una Florencia que iniciaba el apogeo de su historia tras haber superado la epidemia de peste unas décadas atrás. Grúas por doquier levantando iglesias, ampliando palacios. Artistas de todo el mundo trabajando en su decoración. El mercado bullicioso lleno de productos traídos de los confines de la tierra conocida. La primavera rompía en colores los campos que rodeaban la capital de la Toscana.
Brunelleschi salió en búsqueda de su amigo, con el que no había vuelto a hablar desde aquel día. Se habían visto ocasionalmente de lejos, pero habían evitado el contacto. Lo encontró saliendo del taller y se dirigió hacia él.

–Hola Donato. Te estaba buscando.

–Si vienes a humillarme de nuevo, mejor que sigas tu camino.

–Nada más lejos de mi intención, amigo –le respondió con amable sonrisa–. Me pediste que fuera sincero y te di mi opinión. Reconozco que estuve sarcástico, y te ruego que aceptes mis disculpas. En honor a nuestra amistad, me gustaría invitarte a comer. Acerquémonos al mercado a comprar algo de queso, embutido y vino y vayamos a mi estudio.

–Estuviste sarcástico, sí. Y me dolió –se lamentó Donatello–. Pero es cierto que te pedí sinceridad y fuiste honesto. Acepto tu invitación.

Caminaron charlando alegremente disfrutando del sol de mayo. Había llovido la noche anterior y la brisa suave de la mañana traía aromas de flores de los campos cercanos, que se mezclaban con el olor intenso de la canela, la pimienta, el comino y la vainilla que se vendían el los puestos del mercado. Cargaron cada uno con parte de las viandas y se dirigieron al taller de Brunelleschi. Filippo empujó la puerta y dejó pasar a su amigo.

Al entrar, Donatello se quedó plantado. Instintivamente, se llevó las manos a la cabeza dejando caer la frasca de vino, que se derramó por el suelo. La luz que entraba por la ventana iluminaba una hermosa talla de Jesús crucificado que ocupaba el centro de la habitación. De proporciones clásicas exactas, anatomía armoniosa, con un gesto majestuoso en la postura y en el rostro.

–Amigo Filippo, me has vencido. ¡Es hermoso! –reconoció Donatello–. Es el Cristo más bello que he visto nunca. Realmente, es una imagen digna de presidir un altar. Está demostrado que tú haces cristos y yo campesinos.

–¡Es hermoso! –Reconoció Donatello.


Brunelleschi sonrió satisfecho y orgulloso y, señalando la frasca rota en el suelo dijo:

–¡Lástima que no podamos brindar por ello!

La risa de ambos se fundió en un abrazo.


Epílogo: esta anécdota la cuenta Giorgio Vasari en su obra "Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos”. El Cristo de Bruneleschi se puede admirar en una capilla lateral a la del altar mayor, en Santa Maria Novella, en Florencia.



A la izquierda, el Cristo de Donatello, en la Iglesia de la Santa Croce.
A la derecha, la talla de Bruneleschi, en Santa Maria Novella, ambos en Florencia.






domingo, 1 de noviembre de 2015

Visita nocturna de una dama


—He venido a buscarte. Si no quieres venir, no hace falta que te escondas. No te voy a llevar a la fuerza.

—¿Puedo acaso decidir?
 
—Por supuesto. Todos deciden. Nadie se viene conmigo si no es su deseo. A nadie me llevo. Todos me acompañan.

—No es eso lo que parece.

—Porque es una decisión que nadie comparte. Es un diálogo entre cada ser y yo. Es un sí que solo yo escucho. ¿Acaso tú no estás decidiendo?

—¿Lo estoy?

—Lo estás. He venido porque me has llamado. Llevas meses llamándome. Tratando de poner tu alma en paz y de dejar tus asuntos resueltos. Cada vez que has sentido mi presencia es porque la estabas reclamando. No porque yo te estuviera rondando. Y ahora que me tienes delante me estás diciendo sin decirlo que aún no estás preparado. Que te dé más tiempo. Yo no tengo que darte nada. El tiempo es tuyo.

—¿Me pasa eso siempre con las damas? ¿Que en el último instante reculo?— Y le hago un guiño a La Muerte. No puedo evitarlo. Es mujer.

—No coquetees conmigo. No sea que me enamore de ti, y haga una excepción y te lleve por la fuerza.

No puedo ver su cara. La cubre un manto oscuro. Pero juraría que está sonriendo. Canta el gallo. Y la llama de la hoguera baila en la chimenea.

Es Noche de Difuntos que ya quiere amanecer. ¿Y tú? ¿Eres un fantasma o tengo que rezarte?


domingo, 30 de agosto de 2015

Afixia.


Me estaba estrangulando. Me hacía una pregunta y me exigía una respuesta. Al principio creía que era un juego y no quería responder. Luego me empecé a asustar. No podía respirar y no podía responder. Quería gritar su nombre. Ordenarle que parase. Me era imposible. Apretaba fuerte. Con saña. El aire no salía ni entraba en mis pulmones. Forcejeé. Agarré sus manos e intenté separarlas. No pude.


Entonces abrí los ojos y me vi solo en el dormitorio. Había sido una pesadilla. Estaba sudando. La ansiedad persistía. Traté de calmarme, de relajarme, de recuperar el control sobre mí, de sentir que la realidad se iba adueñando de mi cuerpo. Me obligué a respirar despacio, recreándome en sentir el paso del aire a mis pulmones.


Cuando me hube repuesto y me atreví a saltar de la cama, me dirigí al baño. Lo hice como a cámara lenta, pensando cada movimiento. Necesitaba agua. En la cara, más que beber. Metí la cabeza debajo del grifo. Al levantarla, me miré en el espejo. Aún sigo aquí. Las manos me tiemblan apoyadas en el lavabo. Tengo frío. El frío del terror. Las marcas de dedos que he visto en mi cuello no son una ilusión.



 **********

—¿Que has hecho?

 —No lo sé. Estoy aturdida. —dijo mientras se miraba las manos. —Ayer tuve una pesadilla. ¡Lo pasé fatal! Soñé que queria matarte, asesinarte. Soñé que te estrangulaba.

 —¿Estás segura de que fue un sueño?

 —No digas esas cosas. No pinta bien pero nunca se sabe.
 
Silencio. Prolongado. Evitando las miradas.
 
—Estas sábanas raspan. No parecen de algodón. Las de seda son más suaves —dijo, por fin, levantando la vista.
 
—Pero dan mas calor.
 
—Sí. Pero las puedes retirar y dejar caer al suelo.

—¿Por qué me replicas a todo?

—¿Lo hago? No tengo esa sensación. Solo la de que estamos hablando, dialogando.

No tienes remedio, afortunadamente. El que más me gusta es el proverbio chino.

—¿Te acuerdas? Yo sí. He pasado a menudo por aquella esquina desde esa tarde. Dirijo la mirada hacia el lugar y siento una punzada en el pecho. Cierro los ojos y aprieto los dientes, los puños y el paso. Y blasfemo también. A veces.
 
—Tengo el vientre hinchado. Me siento como una boa. He comido demasiado.
 
—¿Qué te apetece hacer mañana?
 
—Estar contigo.




Ámame cuando menos lo merezca, ya que es cuando más lo necesito (proverbio chino).


lunes, 17 de agosto de 2015

Cuarto menguante

Una brisa suave en la cara fue lo que me despertó. O tu recuerdo. No abrí los ojos al principio. Hundí los dedos en el frescor de la arena de la playa y dejé que el ruido de las olas me mojase los oídos. Luego me incorporé.

La luna estaba partida por la mitad, en cuarto menguante. A contraluz, recortaba la silueta de una brecha entre las rocas por la que podía verla. Apenas levantaba dos dedos sobre el mar, en el que se reflejaba grande y anaranjada.

Caminé hasta ese lugar de la orilla donde se mueren las olas mojándote los pies. No sé cuánto tiempo pasé ahí. Quizás aún sigo. Quizás fue un sueño. Quizás nunca estuve en esa playa. Quizás me lo imaginé. Quizás confundo los sueños con los recuerdos.


domingo, 2 de agosto de 2015

La luna azul

En el albergue, todos dormían. Diana, la joven hospitalera, cerraba la puerta a las once de la noche, se iba a su casa y dejaba el edificio al cuidado de los peregrinos que descansaban.

A la una de la madrugada le despertaron los ronquidos. En el barracón lleno de literas dormían una veintena de peregrinos. Saltó de la cama, entró en el baño, y bajó a la cocina a hacer tiempo hasta que regresara el sueño. Pero el sueño no quería volver.
Así que recogió sus cosas, se calzó, se colocó la capa de agua y una linterna en la frente y salió. Se paró el en porche.  Miró a la noche, rota por un par de farolas que alumbraban el cruce de la carretera. Sopesó la situación unos segundos 
–¡Pues a seguir! –se dijo. Y cerró por fuera la puerta del albergue.
Ya no había opción de echarse atrás.
Hacía una noche de perros con lluvia y ventisca. Nubes que ocultaban la primera luna de la primavera. El reloj marcaba las tres menos cuarto.

El albergue está apartado unos doscientos metros del camino. Deshizo el trecho que hay hasta el desvío. Cruzó la carretera y se adentró en un bosquecillo. Encendía el frontal en las zonas más frondosas, donde la oscuridad era absoluta, para evitar los charcos. O en los cruces, cuando la poca luz de luna que podía abrirse paso entre nubarrones y árboles, era insuficiente para adivinar dónde estaba la flecha amarilla. Si no, lo apagaba. Prefería que sus ojos se adaptaran a la noche. 
Al principio sintió frío. El viento levantaba el poncho de plástico y la lluvia le golpeaba la cara. Como agujas. Después de diez minutos caminando, la senda comenzó el ascenso a la sierra de Ligonde, y el sudor se mezclaba con la lluvia. Pasó por bosques oscurecidos por su propia espesura que tapaba a la tenue luna, por cruceiros que se volvían fantasmales en las sombras, por caminos embarrados.
Una hora anduvo bajo el agua. El viento fue cesando poco a poco sin que se diera cuenta, y la lluvia con él. En el aire solo quedó la humedad que traía el aroma de los eucaliptos. Dejó atrás otros albergues que aún dormían. Las nubes se abrieron y la luna se asomó entre los jirones, iluminando de plata los prados. 
Aún no había amanecido, cuando llegó a Palas de Rei a eso de las seis y media. Caminaba hacia Santiago. Solo. Acompañado de sus pensamientos, repasando la vida, desbrozando la senda de su corazón. 

Las nubes se abrieron y la luna se asomó entre los jirones,
iluminando de plata los prados.

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Esta tarde, pasadas las ocho, dejé el coche en el parking del Puerto de Navacerrada. Habían anunciado luna llena “azul”. Se me ocurrió así, de repente, que subir a La Maliciosa por el Cerro Guarramillas sería un buen ejercicio para admirar la luna y caminar de noche con esa luz azulada. La Maliciosa es un balcón que se asoma desde 2.227 metros de altitud a La Pedriza de Manzanares, en la Sierra de Guadarrama. Al Cerro Guarramillas se le conoce como La Bola del Mundo. La senda está bien señalizada, es muy transitada y se puede regresar al aparcamiento por una pista de hormigón, en caso de que la visibilidad por la noche sea regular.
No fuimos los únicos “iluminados” por la luna azul. Coincidimos en la explanada de los coches, y en la salida, con un grupo de unas veinte personas.
Al poco de comenzar la ascensión comenzó a llover. Al principio era una lluvia ligera, fina, amable. Al rato, el viento tornó las gotas en agujas frías que se clavaban en la cara. Hubo que sacar chubasqueros, poner fundas a las mochilas, apretar los dientes. Los nubarrones oscurecieron el crepúsculo.
A unas decenas de metros de dejar atrás el aparcamiento, sale un camino de tierra hacia la derecha, y sube hasta una loma que llaman Cuerda de las Cabritillas. Desde ahí, vuelve hacia la izquierda para encontrarse con la pista de hormigón que lleva hasta lo alto de “La Bola”. Al llegar a la loma nos cruzamos con un grupo que regresaba de arriba.
–Se está poniendo feo –nos dijo un hombre que caminaba con un niño de la mano, y nos dimos cuenta de que el resto de la gente que había salido a la vez que nosotros había dado la vuelta.
Decidimos continuar un poco más, hasta el punto en el que el sendero cruza la pista y bajar por ella. Al norte, Castilla se oscurecía entre los colores del ocaso y los nubarrones de la tormenta.

Llegando al final del camino, las nubes también se abrieron y la luna se asomó entre los jirones, iluminando de plata los montes.

Pero, en esta ocasión, no caminaba solo.


Al norte, Castilla se oscurecía entre los colores
del ocaso y los nubarrones de la tormenta.



(La luna "azul" se anunció para la noche del 31 de julio de 2015. Fue la segunda luna de ese verano).




domingo, 26 de julio de 2015

La pasión de Lánder



Encontré el manuscrito entre las hojas de un libro usado que descubrí en una antigua librería de viejo, en la calle San Juan, en Logroño. Piedra de Rayo era el sugerente nombre del negocio, con estantes llenos de viejos tomos cubiertos de polvo. Había pasado muchas veces por aquella calle y nunca me había percatado de la presencia de ese local. Regentaba la librería un hombre de más de cincuenta años, pelo blanco recogido con coleta y barba larga, que amarilleaba alrededor de la boca a consecuencia del tabaco. Consultaba un catálogo, absorto detrás del mostrador, sin parecer percatarse de mi presencia. Paseando entre los estantes, llamó mi atención un libro con pastas de piel que sobresalía entre otros tomos apilados en una esquina. Lo cogí. Se trataba de una edición en francés de “Lancelot ou le Chevallier del la charrete”, la tercera novela escrita por Chètrien de Troyes a finales del siglo XII. Lo abrí. La edición estaba fechada en París el 21 de enero de 1793 ¿De qué me sonaba esa fecha? Los bordes del papel estaban amarillos, envejecidos. Me dirigí al librero, que tardó un rato muy largo en levantar la cabeza de sus papeles. Me observó, como escudriñándome. Agarró el libro de mis manos y se giró buscando una bolsa donde guardarlo.

-¿Qué le debo?

-Nada. Le estaba esperando.



Puedes saber cómo sigue la historia en "A través del tiempo en busca del Santo Grial". Es una recopilación de relatos. "La pasión de Lánder" es uno de los que yo he escrito, pero hay más.



Este libro en formato digital ha sido un proyecto entre seis amigos, que nos ha divertido mucho sacar adelante. Los beneficios que se obtienen de su venta son destinados a una asociación benéfica (Cáritas de Alcalá de Henares).

Lo puedes adquirir por 5 € en el siguiente link






jueves, 23 de julio de 2015

Acostarse


Me acerco al borde de la cama.
Por esa ventana sin persianas se filtra un poco de la luz de las farolas de la calle, que borra la noche haciéndola penumbra.
Así, la silueta de tu pelo se dibuja como a carboncillo.
Quedo quieto, de pie, velando un rato tu sueño. Me gusta mirarte. Al rato me desnudo en silencio y busco un hueco bajo el edredón, juntándome a ti.
Paso el brazo por encima de tu cintura, estiro el cuello oliendo tu pelo y, tras rozar con los labios tu mejilla, te susurro un buenas noches y un te quiero en el oído.
Y al apoyar de nuevo la cabeza en la almohada, aunque no puedo ver tu rostro, siento que sonríes.


Te acercas al borde de la cama.

En esta casa sin persianas, los párpados, cerrados en mi duermevela, no me dejan sentir la poca luz que viene de la noche amarilla de farolas de ciudad. Te espero, acostada de lado, dándote la espalda. Noto tu quietud y tu mirada. Al rato, llega a mí el sonido del roce de la ropa al desprenderse de tu piel y el contraste del calor de tu cuerpo al arrimarte, con el frío que se cuela por el hueco del edredón que levantas despacio.
Posas el brazo rodeándome la cintura. Me rozas con un beso la mejilla y con un te quiero los oídos.

Y cuando retiras la cabeza, dejándola caer sobre la almohada, no puedo evitar que se me escape una sonrisa.


sábado, 9 de mayo de 2015

La florista

La florista se pasea por la vida regalando flores y cobrando sonrisas. En el metro. En el descansillo de la escalera. En el ascensor. En el super-mercado. En la calle.

En un instante, le arranca una sonrisa a cualquiera con el que se cruce. A un niño. A un anciano. A una mujer que pasea con su nieto. A un hombre que coge un yogur del estante refrigerado. 

No sé dónde guarda las sonrisas. Creo que las necesita para poder respirar. 

La florista lleva una flor en el pelo.




viernes, 20 de febrero de 2015

Tabla de naúfrago



Ella le miró a los ojos. 

Sobre la mesa de mimbre humeaban dos tazas de café. 

Había intuido que la sonrisa de aquel hombre podía ser una tabla a la que agarrarse en caso de naufragio. Pero había más. Él no paraba de hablar entrelazando una historia con otra. Ella escuchaba por encima de la conversación y, con un sexto sentido forjado a lo largo de una vida intensa, vio desesperanza, frustración y tormento detrás del discurso desenfadado y del brillo de los ojos. 

Y, cuando quiso darse cuenta, la invadía una sensación de consecuencias imprevisibles: la de que todos los poros de su piel se habían abierto. 

Él levantó la mirada, que tenía pérdida más allá de los cuadros que adornaban la pared del local. Al encontrarse con la de ella, siguió hablando, pero de manera mecánica. Sin recordar después ni una sola de sus palabras. Su atención había sido secuestrada por esos ojos que le observaban fijos. Enmarcados por un rostro que, por detrás del gesto de admiración, le dejó ver el de una niña asusta escondida dentro del cuerpo de la mujer madura que tenía sentada en frente. Un pensamiento cruzó por su mente. Efímero. Como una sutil neblina. Por un momento había intuido que la mirada de aquella mujer podía ser una tabla a la que agarrarse en caso de naufragio. 

De lo que ninguno tenía consciencia, era que ya habían naufragado e iban a la deriva. De que el océano de desesperanza, desconsuelo y desengaños en el que ambos luchaban por no ahogarse, les había llevado hacia aquel encuentro fortuito, atraídos por la fuerza de una luna llena de un mes de julio. 

De lo que ninguno estaba siendo consciente era de que, desde aquel instante, se habían agarrado a la misma tabla, y que comenzaban a empujarla entre los dos hacia una tierra firme donde iban a construir juntos una vida nueva. 

Eso lo supieron mucho después. En aquel instante solamente se cruzaron las miradas.